Silvia Creo (referido al estudio de ampatu)

EL SUEÑO DEL SAPO

Versión libre, inspirada en La noche boca arriba de Julio Cortázar

Había llegado casi hasta el final del pasillo cuando se percató que no llevaba el reloj que su madre, la reina, le regalara por su cumpleaños. Decidió volver sobre sus pasos y llegar tarde a la cita con su prometida. Una princesa, bella, como si no fuera de este mundo. Tal vez este involuntario retraso era parte de sus intentos inexplicables de huir de semejante compromiso.

Volvió a salir, recorrió todo el pasillo, llegó impuntual, desganado, disculpándose por todo y halagando la hermosura de ambas mujeres que lo esperaban. Bebió mucho para ayudar a tragar la incomodidad. El sirviente le dijo en un momento que ya era suficiente. “Claro” murmuró él “Porque el que se tiene que casar con esta bruja soy yo”. Ambos sonrieron y el sirviente llenó nuevamente la copa y le deseó buena suerte. Ahora era ella la que le reclamaba atención porque en toda la velada poco lo que la había atendido. Entonces la náusea le vino del fondo del estómago. Apenas llegó a tiempo para vomitar en el baño de su habitación. Luego cayó en su cama en un sopor húmedo, acompañado de ese olor ácido, se durmió.

Como sueño era extraño, porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, luego en cambio vino una fragancia compuesta y oscura, como la noche en que se movía, huyendo de los AMARU. Escondiéndose en lo más denso de la tierra, que sólo ellos los AMPATU, conocían. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un lagarto que escapaba como él. Se enderezó, llamó a los otros pero ninguno contestó. Volvió a intentarlo ubicándose sobre una piedra. Nada, sólo ese olor penetrante y que en cada bocanada parecía que lo desmayaba. Ah si lloviera!! Pensó. Entonces sintió otra bocanada horrible del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.

-Se va a caer de la cama- dijo el sirviente, no brinque tanto, señor. Abrió los ojos y era de noche. Mientras trataba de sonreir, se despegó caso físicamente de la última visión de la pesadilla. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto. Pero la fiebre lo iba arrastrando blandamente. Vino su bella prometida vestida de blanco, le acercó a los labios un algodón embebido en agua para calmar su sed, lo tomó por los pies y luego los brazos. No le dolía nada. No quería entregarse a esas dulces y a la vez repugnantes caricias pero en su estado no pudo más que suspirar y abandonarse.

Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba huyendo en plena oscuridad. Tal vez no sean los Amaru, podrían ser los LAYCAS que me persiguen, pensó. En todo caso debo huir. Y mis hermanos que no responden!. Volvió a gritar, más fuerte ahora, con todo el aire que podía. Si llegaran las lluvias, pensó, podría esconderme en el barro, en la misma PACHAMAMA. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la tierra, quizá no le siguieran el rastro. Pensó en los muchos de sus hermanos que ya habrían hecho prisioneros. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los perseguidores. Oyó ruidos cercanos, se asomó por entre unas ramas, el olor volvió a hacerse insoportable y entonces una especie de malla metálica le cayó encima.

-Es la fiebre- dijo el sirviente. Tome agua y va a ver que duerme bien. Algo que comió ha de haberle caído mal. Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la habitación le pareció deliciosa. Todo era grato y seguro, sin ese acoso, sin…pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Se puso a mirar la habitación detenidamente y halló un mobiliario extraño. Debía tener más fiebre, sentía la cara caliente. Se vio otra vez recorriendo los pasillos y jardines del palacio, el rostro de su prometida mezclado con el de aquella nodriza que tuviera de pequeño. Recordó de pronto la noche en que ella lo maldijo a voz en cuello por haber resultado despedida. Le preguntaría alguna vez a su madre que fue de ella. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas.

Como descansaba de espaldas, lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse pero en cambio el olor horrible le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones, lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las extremidades estaqueadas sobre una piedra helada y húmeda. Estaba perdido, ningún grito podía salvarlo del final. Pensó en sus ancestros. Lo que decían era “está prohibido matarnos” ya que somos portadores de buenos anuncios, abundante sustento y lluvias benéficas. Pero todos sus recuerdos se desvanecían ante la evidencia. Oyó gritar, un grito ronco, un llanto que acababa en quejido. Era él que gritaba en la oscuridad, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, su panza se hinchaba como un globo, su espalda traspiraba copiosamente. Un chirrido lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de lo que se le hundía en la carne de sus extremidades. No podía. Escuchó unas voces, y el olor horrible le llegó antes que la luz que colgaron sobre su cabeza. Siempre panza arriba lo acomodaron para que la luz cayera sobre todo su cuerpo. Se asomaron dos enormes cabezas desconocidas, impresionantes, que le cubrían la luz parcialmente. Tenían en sus extremidades unas espumas blancas que le acercaban cada vez más el olor que lo descomponía. Cuando en vez de la luz viniera a su boca esa espuma blanca, sería el fin. Pero todo demoraba, oía ruidos y lo arrastraban con piedra y todo a otro sitio, llevándolo sin fin en la penumbra hacia otras luces.

Salió de un brinco a la noche de su habitación, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero nadie acudió. Jadeó, buscando el alivio de sus pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía. Le costaba mantenerse despierto, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, intentó llamar a su sirviente pero su boca se cerró en un vacío otra vez negro y la penumbra seguía interminable y él panza arriba gimió apagadamente y de la altura una luz le cayó en la cabeza donde sus enormes ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de su habitación y cada vez que se abrían estaba la misma luz sobre su cabeza. En un último esfuerzo con una última esperanza apretó los párpados gimiendo por despertar. Pero olía a muerte, y cuando abrió los ojos vio una figura brillante que se le acercaba con esa espuma blanca en un extremo. Alcanzó a cerrar otra vez los ojos, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños, un sueño en el que había caminado en dos de sus patas, erguido, su cuerpo lucía sin manchas, bebía líquidos de colores que lo embriagaban. En la mentira infinita de ese sueño también lo atendía una figura hermosa que se le acercaba con una espuma blanca para mojarle los labios, a él tendido panza arriba con los ojos cerrados en el frío mármol de la mesada.

(texto central)

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